martes, 14 de octubre de 2008

Pureza de Corazón

PUREZA DE CORAZÓN

Se trataba de dos ermitaños que vivían en un islote cada uno de ellos. El ermitaño joven se había hecho muy célebre y gozaba de gran reputación, en tanto que el anciano era un desconocido. Un día, el anciano tomó una barca y se desplazó hasta el islote del afamado ermitaño. Le rindió honores y le pidió instrucción espiritual. El joven le entregó una oración y le facilitó las instrucciones necesarias para la repetición de la misma. Agradecido, el anciano volvió a tomar la barca para dirigirse a su islote, mientras su compañero de búsqueda se sentía muy orgulloso por haber sido reclamado espiritualmente. El anciano se sentía muy feliz con la oración.
Era una persona sencilla y de corazón puro. Toda su vida no había hecho otra cosa que ser un hombre de buenos sentimientos y ahora, ya en su ancianidad, quería hacer alguna práctica metódica.
Estaba el joven ermitaño leyendo las escrituras, cuando, a las pocas horas de marcharse, el anciano regresó. Estaba compungido, y dijo:
--Venerable asceta, resulta que he olvidado las palabras exactas de la oración. Siento ser un pobre ignorante. ¿Puedes indicármela otra vez?

El joven miró al anciano con condescendencia y le repitió la oración.
Lleno de orgullo, se dijo interiormente: “Poco podrá este pobre hombre avanzar por la senda hacia la Realidad si ni siquiera es capaz de retener una pequeña oración”. Pero su sorpresa fue extraordinaria cuando de repente vio que el anciano partía hacia su islote caminando sobre las aguas.

*El Maestro dice: No hay mayor logro que la pureza de corazón.
¿Qué no puede obtenerse con un corazón limpio?

La pureza es, ante todo, un don de Dios. Cristo, al entregarse al hombre en los sacramentos de la Iglesia, pone su morada en su corazón y lo ilumina con el esplendor de la verdad. Sólo la verdad, que es Jesús, es capaz de iluminar la razón, de purificar el corazón y de formar la libertad humana. Sin la comprensión y la aceptación, la fe se apaga. El hombre pierde la visión del sentido de los acontecimientos, y su corazón busca la satisfacción allí donde no la puede encontrar. Por ello, la pureza del corazón es ante todo la pureza de la fe.

En el corazón del hombre se combate una lucha incesante por la verdad y por la felicidad. Para alcanzar la victoria en esta lucha, el hombre tiene que dirigirse a Cristo... La civilización de la muerte quiere destruir la pureza del corazón.
Uno de sus métodos de acción es el de poner intencionalmente en duda el valor de la actitud del hombre, a la que llamamos virtud de la castidad. Es un fenómeno particularmente peligroso, pues ataca a las conciencias sensibles de los niños y jóvenes. Una civilización que, de este modo, hiere e incluso asesina la relación correcta entre los hombres, es una civilización de la muerte, porque el hombre no puede vivir sin el verdadero amor.

Orden que hay que seguir para la pureza del corazón y diversos grados de pureza.
El orden que hay que seguir para purificar el corazón, es, primeramente, darnos cuenta de los pecado veniales y corregirlos. Segundo, observar los movimientos desordenados de nuestro corazón y ordenarlos. Tercero, vigilar los pensamientos y regularlos. Cuarto, conocer las inspiraciones de Dios, sus designios, su voluntad y animarse para cumplirlos. Todo esto debe hacerse suavemente y uniendo a ello el amor a Nuestro Señor, que comprende un alto conocimiento de sus grandezas, un profundo respeto hacia su persona y a todo lo que con Él se relacione; su amor y su imitación.

Hay cuatro grados de pureza, que podemos con­seguir con una fiel cooperación a la gracia.

El primero es purificarnos de los pecados actua­les y de la pena que les es debida.

El segundo es hacernos de nuestros malos há­bitos y afectos desordenados.

El tercero, libertarnos de esta corrupción origi­nal, que se llama «forres peccatin, alimento del pe­cado, que está en todas nuestras potencias y en todos nuestros miembros, como aparece en los ni­ños, que tienen inclinación al mal sin que puedan todavía hacer actos pecaminosos.

El cuarto, desprendernos de esta debilidad que nos es connatural, como a criaturas sacadas de la nada, y que se llama «defectibilidad».

El primer grado se adquiere principalmente por la penitencia.
El segundo, por la mortificación y por el ejerci­cio de las demás virtudes.
El tercero, por los Sacramentos, que operan en nosotros la gracia de nuestra reparación.
El cuarto, por nuestra unión con Dios; porque únicamente Él, por ser nuestro principio y la fuen­te de nuestro ser, puede fortalecernos contra las debilidades a las que nuestra nada por sí misma nos lleva.

Un alma puede llegar a un grado de pureza, en el que tenga tal dominio sobre su imaginación y sobre sus potencias, que ya no tengan otro ejer­cicio más que el servicio de Dios. No podrá querer nada, ni acordarse de nada, ni pensar en nada, ni oír nada, sino en relación con Dios; de modo que si en la conversación ocurre que se habla de cosas vanas o inútiles, no podrá comprender lo que se dice ni acordarse de ello, a falta de especies sobre la materia, sino haciendo un esfuerzo por concentrarse y entender.